Reaprender a sentir y prevenir el suicido

Desde la infancia, aprendemos, a menudo de manera tácita, que expresar nuestras emociones es inadecuado. Se nos pide que no lloremos cuando estamos tristes, que no gritemos cuando estamos enojados y que nos comportemos con «madurez» incluso cuando nuestra mente y corazón están sobrecargados por emociones que ni siquiera comprendemos.

Los adultos a nuestro alrededor, quizás sin mala intención, nos enseñan a silenciarnos. Frases como «no llores», «no es para tanto», o «los niños grandes no tienen miedo», comienzan a moldear nuestra relación con el dolor, la tristeza y la vulnerabilidad. De esta manera no solo reprimimos nuestras emociones, sino que también empezamos a asociar la expresión de esas emociones con debilidad o vergüenza. Al crecer con esta mentalidad, perdemos la capacidad de entender y gestionar lo que sentimos, acumulando heridas emocionales que se agrandan con el paso del tiempo.

A medida que nos volvemos adultos, esta dinámica se arraiga aún más. La sociedad premia el autocontrol, la productividad y el éxito, sin dar espacio a la vulnerabilidad o la autenticidad emocional. Como adultos, enfrentamos desafíos que requieren de toda nuestra energía: responsabilidades laborales, presiones económicas, relaciones personales, y la eterna búsqueda de un equilibrio entre lo que se espera de nosotros y lo que realmente somos. Sin las herramientas emocionales adecuadas para enfrentar estos retos, la carga puede volverse aplastante.

Cuando pasamos nuestra infancia reprimiendo sentimientos y tratando de encajar en un molde que la sociedad o nuestra familia nos impone, llegamos a la adultez sin una brújula interna que nos ayude a navegar las tormentas emocionales. Nos volvemos expertos en aparentar que todo está bien, mientras por dentro nos sentimos desbordados por la frustración, la ansiedad, o la tristeza. El perfeccionismo, esa autoexigencia constante que nos persigue desde la niñez, nos convence de que debemos ser fuertes a toda costa, que pedir ayuda es un signo de fracaso, y que cualquier debilidad debe ser ocultada.

Sin embargo, la realidad es que el dolor no desaparece solo porque lo ignoremos. Al contrario, se acumula, como capas de una herida que nunca cicatriza. Cuando finalmente llega un momento de crisis, cuando los desafíos de la vida superan nuestra capacidad de mantener la fachada, el peso de todo ese dolor no expresado puede volverse insoportable. Es en ese instante que muchos experimentan la desesperanza, y la idea de terminar con la vida puede parecer, aunque sea por un momento, una solución a ese sufrimiento.

Es importante entender que este deseo no surge porque realmente queramos morir, sino porque no queremos seguir viviendo con el dolor que nos acompaña. El suicidio, en muchas ocasiones, se presenta como una opción cuando sentimos que no hay otra salida, cuando hemos perdido la esperanza de que las cosas puedan mejorar o que nuestro dolor pueda ser escuchado y comprendido. Sin embargo, esta percepción es el resultado de años de represión emocional y aislamiento, no de una verdad absoluta.

La infancia influye profundamente en nuestra vida adulta porque es en esos primeros años cuando aprendemos cómo vernos a nosotros mismos y cómo manejar nuestras emociones. Si desde pequeños se nos enseña a reprimir lo que sentimos, nos convertimos en adultos que no saben cómo lidiar con la tristeza, el miedo o la frustración de manera saludable. En lugar de buscar apoyo, aprendemos a ocultar nuestras emociones, a silenciarlas. Pero, al hacerlo, también nos privamos de la posibilidad de sanar.

Cuando reprimimos nuestros sentimientos durante tanto tiempo, no desarrollamos las herramientas necesarias para afrontar la realidad de manera resiliente. Es como si hubiéramos aprendido a construir una fachada fuerte, pero frágil en su interior. Y cuando esa fachada comienza a agrietarse bajo el peso de la vida adulta, nos sentimos indefensos. No es que carezcamos de valor o capacidad, sino que simplemente nunca nos enseñaron a gestionar el dolor de manera saludable.

Es aquí donde entra la importancia de reaprender a sentir, a expresar y a buscar ayuda. No estamos destinados a vivir en soledad emocional, ni a cargar con el peso de las expectativas sociales sin alivio. El simple acto de reconocer nuestras emociones y compartirlas con alguien en quien confiamos puede hacer una diferencia significativa en cómo percibimos nuestras dificultades. Y aunque el dolor pueda ser intenso y parezca interminable, debemos recordar que siempre hay una salida, siempre hay una manera de sanar, y siempre hay alguien dispuesto a escucharnos.

El pensamiento de quitarnos la vida puede parecer una solución temporal al sufrimiento, pero no lo es. Lo que realmente necesitamos no es el fin de nuestra existencia, sino el fin de nuestro sufrimiento.

Nuestra vida tiene valor, y aunque en los momentos más oscuros sea difícil verlo, siempre existe la posibilidad de encontrar la luz. Es crucial que cuando nos sintamos abrumados por el dolor, recordemos que no estamos solos. Hay personas que pueden y quieren ayudarnos.

Y tú, con todas tus emociones, con todas tus luchas, vales. No te calles. No reprimas lo que sientes. Porque hablar, sentir y ser vulnerable es la verdadera fortaleza. Y en esa fortaleza, encontrarás el apoyo que necesitas para seguir adelante.

Aquí estoy para apoyarte, escucharte y ayudarte a aligerar la carga.

Estoy para lo que necesites.

Con cariño,

Maryari Vera

@maryapsicoterapia

+56 9 4846 5271

maryapsicoterapia@gmail.com

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